Que el hechizo no se quiebre


Hoy todo los sucesos se registran, y recortan, en una pantalla; la realidad se escinde, se abrevia, urge, ¡vuela!, ¿cedimos completamente nuestros aconteceres a la virtualidad?
Y en este contexto las cartas aparecen como una forma antigua y utópica. 
Escribirlas a mano es un privilegio conservado por unos pocos, ¡no hay tiempo! 
Escribirlas a máquina es más rápido, pero, ¿dónde está la Olivetti?, ¡uy, se secó la cinta! 
Escribirlas en computadora y tal vez con la ya acostumbrada supresión de letras en las palabras… ¡pero no!, resultan unos vocablos compactados: la velocidad no compensa la pérdida: ¿dónde quedó el aire de las bellas vocales?, ¿dónde los acentos, qué fue de las eñes?
Pero: no nos declaremos en estado de rezongo negador. Puesto que es evidente la evolución (no resulta criterioso todavía hablar de progreso), dispongámonos para una actitud más amplia, más abierta, y apostemos a integrar usos y costumbres. 
Sin romper el hechizo de nuestra añoranza por las queridas cartas escritas a mano, vayamos con ese bagaje hacia la diversidad aportando el valor de la experiencia: ¿por qué no re-unirnos con un estilo nuevo? No hay nada que temer: si el romanticismo nos habita no necesariamente debemos someterlo incondicionalmente a la tecnología; nuestra sensiblidad no tiene por qué dejar de estar presente en una renovada manera de expresarnos.
Permitamos que las cartas escritas a mano y enviadas por correo postal y que las cartas tipiadas y enviadas por correo electrónico, continúen sucediéndose simultánea y alternadamente. ¡Cartas al fin, que nuestra mano en todas es protagonista!
Escribamos entonces. Caligrafía mediante o teclado mediante, pero escribamos, ¡escribámonos cartas! Sigamos nuestra respiración para marcar un punto, una coma, guiones, paréntesis, intercalemos un signo de los tantos disponibles que entonan y dinamizan la escritura: todos son atributos reservados a quien escribe, no importa con qué ni en qué forma. (Observemos por ejemplo: la forma cursiva, inspirada en la caligráfica de nuestros afanes y que forma parte de la barra de tareas de la computadora, se afinca en un antecedente manual. Esa forma conservada guarda tecnológicamente una valoración estética por la escritura a mano, tanto que existen ya programas especiales para lograr esa apariencia.)
Valoricemos entonces el estilo caligráfico utilizando posibilidades gramaticales tradicionales vigentes y revigorizadas, ponderemos privacidades y brindemos a nuestras cartas los significados y significantes tan caros a la lingüística.

Para no perdernos de nosotros mismos en una resistencia estéril y para preservar lo que tanto valoramos, será atinado y provechoso analogizar lo digital, recodificar nuestra forma de expresión expandiendo los límites y, a la vez, manteniendo la compatibilidad.
De nosotros depende que la inclusión de nuevas maneras de comunicarnos resulte ser una suma-multiplicación y no una resta-división. No sería inteligente un cambio en usos y costumbres que pretendiera anular aquello que lo generó y sustentó. Que lo pasado no sea pisado, que no fue mejor ni fue peor: cimentó este ahora, este devenir.
Con cierta inclinación mítica, podríamos esperanzar al alicaído acontecer epistolar como un símil del viaje del héroe: la letras dibujadas por la mano vuelan, desprendidas, casi sustraídas de sus cultores; cual jóvenes en su iniciación navegarán en un ciberespacio amenazante de impresoras y faxes y celulares, y hasta serán acosadas como rémora epocal. Pero tan campantes volverán, con los años, hijas pródigas de unos padres que ¿obnubilados?, ¿impotentes?, las dejamos partir ante tan avasalladora modernidad. 
Que el eterno retorno, que todo es circular y como tal circula. 
Cartas escritas a mano, que no es un arte perdido 
sino compartido.
Y que las hay, las habrá.