Cartas escritas a mano, ¿un arte perdido?


           
Dejó de escribir a las nueve de la noche, 
después de haber puesto su dirección y su firma 
al pie de la inmensa carta.
Examinó los pliegos y vio que su escritura cambiaba: 
de pronto se hacía veloz, casi confusa; 
de pronto se agrandaba, como si la caligrafía misma 
se hubiera puesto a ser actriz o actor de los sentimientos, 
a representarlos en vez de limitarse a expresarlos; 
como si la caligrafía se hubiera puesto a hacer gestos, 
ademanes, por su cuenta. (Eduardo Mallea) 
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Apuntes, hacia una mirada antropológica


 Se podrá decir: pero si han sido publicadas variadas clases de cartas escritas por conocidos y notorios personajes de todos los tiempos del mundo, no es novedad. Así es; sin embargo será bueno ver por ejemplo que, en lo esencial, ésas no difieren de estas cartas, las aquí recopiladas, que proceden de ignotos/as. Aunque de distintas razas, etnias, religiones o clases sociales, cuando de sentimientos se trata todos somos iguales de humanos.

En una caja, en un manojo atado con una cinta, enrolladas allá arriba sobre un estante polvoriento… ahí estaban estas cartas. Otras fueron encontradas entre las páginas de ciertos libros, que allí habían sido colocadas ex profeso, no abandonadas no: se guardaron con la intención de ser halladas, como aliadas, en instantes inesperados.

Las llamamos postales a nuestras clásicas cartas: que viene de posta, conjunto de caballos antiguamente apostados en los caminos a cierta distancia unos de otros para facilitar los viajes de los jinetes que oficiaban de correos.


Una carta a mi nombre en el correo del sur que pocas veces, por no decir ninguna, 
se desvía hasta aquí. El peoncito que me mandaron agregó, 
sin bajarse del caballo, lo que le habían dicho que dijera: 
que sólo en mano me sería entregada. 
...la carta, todo el gesto del hombre, un tanto solemne, de buscar en la alforja 
y extraer esos papeles amarillentos, sobados y sellados; 
de mirarme como si debiera constatar un vínculo entre mi cara y lo que me daba, 
o como si por mi misma inexpresividad, supongo, desconfiara de que fuera yo 
el destinatario...
Los presentes miraron el pliego lacrado con desconfianza analfabeta, 
como se mira un objeto capaz de desencadenar 
acontecimientos imprevisibles. (Sylvia Iparraguirre en "La tierra del fuego")


Los caminos transitados por una carta: cuánto anduvo, en qué, por dónde, y cómo continúa su viaje. En esos recorridos muchas habrán de ser las manos por las que pasarán tantas palabras. Y todo en un estado de guarda, de secreto, íntimo de toda intimidad. Porque está el sonado asunto de la inviolabilidad: ¿y si el sobre llegara abierto? Se dice que algunos  fueron violados. Aunque no será sencillo hacerlo, implica una labor artesanal, una dedicación intencional. Sin embargo, parece que se da: se roban cartas postales cuando mal se sospecha que adentro del sobre puede haber dinero contante y sonante. Son parte de las contingencias del correo de las que habló alguna vez San Martín. 


¿Por qué la carta había demorado casi seis meses en llegar...? 
No había sido violada, era yo el primero en conocer su contenido. 
Descartada esa posibilidad imaginé el itinerario: Liverpool o Plymouth, el Cabo Verde, posiblemente las Azores, el Brasil, el puerto de Montevideo, Buenos Aires. 
En algún punto de la imprevisible ruta había intervenido el azar. 
...El saco de correspondencia habría quedado olvidado debajo 
de mercaderías de entrega más urgente; o lo habrían desembarcado en medio de la confusión en algún puerto anterior... (Sylvia Iparraguirre en "La tierra del fuego")

Y bien, cuando una carta escrita a mano, plegada a mano, llevada a mano, entregada a mano… por fin nos llega, significa que el cartero nos encontró en casa, o que deslizó el sobre por debajo de la puerta, o que lo echó en nuestro buzón. O que dejó un aviso para que esa carta no entregada por ausencia sea retirada en la sucursal más cercana. Aunque también el cartero pudo hacerla retornar al remitente porque en casa nadie existe con ese nombre: “Desconocido”, anotará. “Mudóse”, en otro caso.
    
     Ni qué decir del suspenso creado por la probable aparición del cartero: la carta que él trae y
     que no se espera, la carta que se espera y que él, ay, no trae. Aunque, admitámoslo: en ésta,     
     nuestra modernidad, el cartero ¿qué lleva en su saco de reparto?: cuentas, facturas,      
     citaciones, resúmenes bancarios lleva. No más las palabras esperadas, ésas que se guardaban  
     bajo la almohada para soñar y tener más cerca al ser amado.


Pero no todos son buzones o ranuras debajo de las puertas. Hay quien tiene su Casilla de Correo celosamente custodiada por una cerradura con llave individual. ¿Qué razones impulsan a esa necesidad?: no tener un lugar en este mundo donde recibir una carta puede resultar desolador. Sin embargo, el beneficio de esta privacidad puede darse cuando se trata de una relación secreta.




     Pregunta que me inquieta: en libros también solemos guardar pétalos y hojas… ¿las hojas  
     dispuestas entre esas páginas son cartas de la naturaleza? Textura, nervaduras, color: mensaje-
     holograma de la sublime belleza planetaria.
Escribir una carta... Ese instante mismo puede resultar embarcarse en una aventura.  Porque...

...es enviar un mensaje al futuro;
hablar desde el presente
con un destinatario que no está ahí,
del que no se sabe cómo  ha de estar
-en qué ánimo, con quién- mientras le escribimos,
y sobre todo después, al leernos. (Ricardo Piglia)

Aunque porta datos cronológicos, remontar la lectura de una carta la convierte en atemporal y aespacial, un deja vù. Un trocito de vida: eso es en el espacio-tiempo una carta; un pequeño cosmos reflejo instantáneo del ser que la escribe. Y cada carta tiene un pasado, y también cada una tendrá un futuro: qué pasó antes, qué después de ser escrita, de ser leída. 


La noticia, ocurrida meses atrás, me sucedía a mí ahora, 
se desarrollaba allí, ante mis ojos, 
en el presente absoluto de la carta... (Sylvia Iparraguirre en "La tierra del fuego")
 
Qué importa que el roce del tiempo haya conseguido desvanecer algunas letras, deteriorar los bordes, amarillar el papel o hasta cortarlo en el doblez.




Cuando releemos viejas cartas, ¿qué se modificó en nosotros a través del tiempo?, ¿actuamos bien en aquel entonces?, ¿escribimos contestación?, ¿qué, cómo la responderíamos hoy?

Se preguntó cómo no había hecho eso antes.
Si hubiera escrito esa carta años atrás
habría sido otro hombre, fuera por la buena respuesta,
fuera por la mala. (Eduardo Mallea)

Buena ocasión la relectura de una carta para estarnos con nosotros mismos. Acaso nos dé cierto escozor, ¿esquivamos la reflexión?, ¿nos negamos a la evidencia de nuestro paso por el tiempo?, ¿son demasiado dolorosos los recuerdos por ese anuncio de la pérdida de un ser querido, o por aquel abandono amoroso?
Pero un momento: que no escribimos solamente cuando estamos tristes. Seguramente que nuestras cartas también encerrarán recuerdos muy placenteros, dichosos, bienaventurados: un nacimiento, un regreso, un reconocimiento, una celebración que se avecina.
Tiempo nutricio nuestra historia personal troquelada y armada y leída a través de cartas, cartas, cartas…

¿Y las de amor? Ah, las de amor…
Están las que, pidiendo consejo, llegan esperanzadas hasta el correo sentimental de alguna revista del corazón. Cuánta desesperación y soledad debe de padecer quien se ve necesitada/o a pedir ayuda tan abstracta y lejana. Ayuda al fin, cuando necesitamos creer todo vale.
Pero claro que están ¡y cómo! las cartas que se escriben en papeles perfumados y con rojos labios que estampan besos. Ésas no deberían pagar estampillado, no no no. Habría simplemente que confiar. Creerle a ese/a enamorado/a que llega a la ventanilla del Correo y dice quiero mandar esta carta, es de amor. Y no se le cobra franqueo y se deposita en un buzón especialísimo más rojo todavía que los mismísimos viejos buzones.
Sin ir más lejos: Florentina Entrerríos terminó de escribir y le dijo a Antulio González: ¡Cartero, entregue rápido esta carta que es para mi hijo!
¿Cómo que no es de amor? Carta de madre: puro amor puro.


Y qué decir de ésta que sigue, una de varón enamorado... en las siete páginas que necesitó para gritar su amor puso tanta pasión que basta con mirar: su fogosidad ha conseguido que las pobres letras se estén derritiendo.




Otra pregunta que me inquieta: las inscripciones en los libros, esos textitos apretados en los márgenes ¿son cartas dirigidas al autor?, ¿o serán cartas a uno mismo?
A propósito de uno mismo: resulta que una joven mujer, estando enamorada del cartero, recurrió a eso: ella se escribía cartas a sí misma para que él se las entregara en sus propias manos anhelantes. 


Y hablando de libros: los libros, ellos, en sí mismos, según nos recuerda Peter Sloterdijk, son cartas dirigidas al lector:

Los libros, una vez dijo el poeta Jean Paul, 
son voluminosas cartas a los amigos. 
Con esta frase llamó él de modo refinado y elegante, 
a lo que es la esencia y función del Humanismo: 
una telecomunicación fundadora de amistad 
por medio de la escritura. 
 
Así es, nuestras cartas dicen dicen dicen. Hablan. Gritan. Reclaman. Susurran. 
Sin embargo, hay veces en que una carta calla: algo no se puede decir, algo no se quiere decir. Es el gesto que no logramos trasmitir satisfactoriamente, la emoción que no des-cubrimos. Escritura fantasma la llamaremos, un habla oculta entre una y otra palabra, entre una y otra línea. Remanente de nuestro pensamiento que no liberamos tal vez por timidez, tal vez por prudencia, o temor, o discreción, o impotencia. No obstante:


De lo que no se puede hablar, 
mejor guardar silencio. (Ludwig Wittgenstein)


Eso sí, cuidado al interpretar la escritura fantasma. No es sencillo el intento de imaginar lo que ha imaginado, sin expresarlo, quien nos escribe.
Inversamente, otras veces tanto se necesita decir que hasta nos quedamos sin resto de papel, y entonces buscamos cualquier hoja de cuaderno y escribimos hasta en los márgenes. O invertimos la primera página y seguimos en el margen superior pero al revés, para que no se confunda con el inicio. De ahí que algunas cartas se vean informales, desordenadas, ¡libres!; nacen del deseo de escribir todo y de todo y cuentan con la confianza del destinatario. ¡Pero qué necesidad de escribir!
(Ésta que sigue es una carta de mi madre, Nélida Elvira Capurro, que por razones de trabajo vivió algún tiempo en La Paz, Bolivia. Y como se verá, con mucha extrañadura.)


Ajá,¿y el objetivo de una carta? Que lo tiene lo tiene, y es tan individual como múltiple: alimentar amores, socorrer tristezas, recuperar afectos, plantear un problema, resolver conflictos… Que no hay carta inocente.
¿Pero su propósito es así de claro o, también buscamos trascender con esas palabras que hemos escrito? Creo que inconsciente o conscientemente hacemos presente una humana necesidad de permanencia al ser leídos por un otro: ¿el ego se despanza, o cede ante la fuerza del ser? 
Tan íntimamente reveladora puede llegar a ser nuestra carta que hasta tendrá carácter de misión (de ahí que también se la nombre misiva).

La escritura y la lectura
son experiencias profundamente
antropológicas. (Marc Augè)

Cuánto contenido en nuestras cartas: desde los signos, la puntuación, el tono, el lenguaje… llegamos hasta la noticia, el reclamo, el pedido, el agradecimiento, la invitación, el reproche, la despedida… 
Muchas palabras; son muchas las que se quedan ahí, apretadas esperando a que las suelte el despliegue del papel en el que están dibujadas.
Pero antes, ya en el sobre, tal vez habremos reconocido la letra e intuyamos el contenido de esa carta. Y si así no fuera, si la letra nos resulta desconocida y encima no trae remitente, qué incógnita. 
¿Ansiedad, temor, excitación, sorpresa, desazón al abrirlo? Si observamos cómo lo fue es probable que adivinemos la emoción dominante. Algunos... ¡cuánta impaciencia!


Bien. Ahora se nos plantea esta situación: una vez que hemos escrito nuestra carta, que fuimos al correo, que la entregamos en la ventanilla, de repente nos acosa la duda: esta carta, ¿la escribí a conciencia?, ¿la escribí en un impulso?, ¿seré bien interpretada/o?, tal vez si hubiese cambiado esa palabra...
Tarde: a menos que nos arrepintamos antes de, nuestra carta será leída sí o sí. Vibrante incertidumbre el mientras tanto. 
Escribiente y destinatario: dos para una carta escrita a mano que, si cambiamos el punto de vista puede ser una especie de diario personal, no privado sino compartido. No se sabe cuándo, cómo, dónde; pero se compartirá ese diario. 
¿Se compartirá? Mmmm, podría suceder un accidente y entonces... vaya a saber en qué manos caería. 

El sobre, la carta, voló por la ventana abierta
hacia el vacío. Por un instante flotó sin tomar dirección.
Al fin cayó sobre uno de los vagones que pasaban
entrando en el túnel vertiginosamente.
Quedó primero adherida a los hierros, flotando
por una punta. Después dejó de flotar. Y desapareció
por el túnel, con el ferrocarril. (Eduardo Mallea)

Tengo otra pregunta, una más: ¿podemos también considerar cartas, pequeñitas, a ciertos espontáneos minimensajes domésticos? Escrituras escuetas, casi notas que comunican, emocionan, avisan, saludan. Están puestas ahí, sobre una mesa, para decirnos al instante. Son los mensajes de texto, los tradicionales y caseros, ésos que se escriben, escribían, con todas las letras. 

¿Y podemos considerar carta a una cartolina o una postal? Pocas palabras, pero cuánto dicen desde la distancia.

O muchas palabras, como fue escrito este bello tarjetón:



Las cartas escritas a mano también son cosas de niños. Recuerdo que cuando éramos chicos, allá en mi perdido pueblito santafesino solíamos cometer esta noble picardía: con un palito a manera de pluma y mojado en jugo de limón, escribíamos nuestra cartita sobre una hoja del cuaderno de la escuela (la arrancábamos del medio, para que no se desprendieran las otras hojas). Resultado: nada por aquí, nada por allá. Contenido más secreto, imposible. De mano en mano caminaba la carta invisible hasta el/la destinatario/a. Claro, para enterarse de qué se trataba la carta él o ella debían conocer el truco, que era éste: con cuidado se exponía el papel al calor de una llama y ¡milagro!, se amarronaba el jugo de limón y aparecían las palabras. 
Develada que era entonces esta variante lúdica de la escritura cifrada o criptográfica. 
Cuestión de volver a intentarlo y jugar el juego de una inocencia.

Y escribir cartas en las que uno/a cuenta sobre cercanos y cercanías, ¿alcanza para construir una historia novelesca digna de publicarse en un libro? Alguien entendido me asegura que sí, que de hecho sucede, pero... difícil para el lego concretar algo así. El paso del género epistolar al género literario requiere oficio de escritor. Pero seguro que hay cartas en las que los personajes involucrados cobran categoría de tales; son las cartas-novela, ¡y nada de ficción!

                       




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